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La Bruja del Cafetal

La vieja campana de bronce daba su talán en esa escuela, los niños alborotados por el sofocante calor, salían apresurados hacia el camino que los llevaría hacia la poza cristalina de aquel río. Los más pequeños no tendrían tal dicha, de la mano de sus madres o sus abuelas, se irían hacia sus casas, en su mayoría de adobe y bahareque. El callejón -en medio del cafetal- se contentaba cuando sentía las pisadas y las carcajadas de aquellos niños, que iban a refrescarse en la más famosa poza de ese pueblo josefino.

Allá se veía al maestro Casimiro, iba detrás de sus estudiantes, siempre los cuidaba con tal de evitar que alguno de ellos se subiera en una rama muy alta o más arriba en la piedra que estaba justo en frente de la refrescante poza. El río también se sentía feliz, sus aguas complacían a esos infantes que olvidaban la escuela, las cogidas de café y los trabajos que muchos de ellos hacían con sus padres en el cafetal. De regreso al pueblo, con los pies descalzos y sus ropas empapadas, sentían esos niños un extraño escalofrío cuando pasaban en frente de aquella casa de bahareque, completamente cubierta de una especie de enredadera que, apenas dejaba notar la vieja puerta de madera. Ninguno de esos estudiantes había entrado jamás en esa extraña vivienda, decían que, era habitada por una mujer que practicaba la brujería y que tan sólo salía en la noche. Nadie le había visto por el pueblo durante el día. Iban caminando en medio del cafetal.

-¿Es cierto que ahí vive una bruja?

-Mi abuela dice que sí, que es media curandera, que hace extraños menjurjes y hasta maleficios.

-Es raro, yo nunca la he visto por el pueblo, dicen que no sale durante el día.

-Abuela sí la ha visto, dice que sale en las noches a llenar un cántaro con agua del río, pero nunca ha visto su rostro.

En ese callejón de vuelta al pueblo, iban conversando aquellos dos amigos y compañeros de la escuela, Maximiliano y Atanacio. La intriga y el deseo de saber más de esa mujer, invadía las mentes infantiles de esos niños ávidos e inquietos, querían saber si realmente en esa misteriosa vivienda vivía una bruja.

Metida en el cafetal, la casa de bahareque estaba completamente llena de una enredadera en las paredes y el entejado, sólo se dejaba ver la maltrecha puerta de madera. Había una especie de corredor completamente lleno de arbustos en una especie de macetera de madera. El solar de la vivienda no se veía desde el callejón, pues una cerca natural se levantaba casi a dos metros dando la vuelta completa a la propiedad de esa misteriosa mujer. Aquello parecía una especie de bosque oculto, oscuro, enigmático, silencioso y hasta tenebroso. Era como una porción de la montaña en ese pueblo josefino.

Había llegado esa mujer al pueblo, cuarenta años atrás, dicen que llegó desde las montañas allá por Talamanca. Ella era alta, delgada, de piel trigueña, su cabello largo se entrelazaba en dos trenzas, sus ojos eran dos perlas negras. No acostumbraba a salir durante el día, lo hacía sólo de noche, iba al río a llenar su cántaro y al comisariato del pueblo a dejar los extraños menjurjes que le compraban por encargo. Muy pocas personas en ese pueblo le habían tratado, ella era un completo misterio, por eso aquel pueblo -sin conocerle- le llamaba la bruja del cafetal.

Un enorme árbol de poró, había dispuesto un manto de florecilla anaranjada en la entrada de la misteriosa vivienda, mientras al caer la tarde se escuchaban crujir las oxidadas bisagras de la puerta, cuando se asomaba desde la oscuridad interior la silueta de esa extraña mujer de largas trenzas y con el cántaro en sus brazos. Se perdía por el callejón rumbo al río, solitaria, enigmática y con paso lento. Dos gatos le seguían el paso a la misteriosa mujer.

Una de esas tardes veraniegas, entre el jolgorio de los estudiantes que se bañaban en la refrescante poza, aquellos dos amigos, Maximiliano y Atanacio, se apartaron río abajo en busca de anonas maduras. Ahí estaban esas frutas deliciosas, con aquel color que llamaba a los niños a disfrutar de ese sabor sin igual. Uno de ellos se subió al árbol, mientras el otro abajo, recibía entre sus manos las anonas maduras con tal de no hacerlas caer al suelo. Había también más hacia el sur, unos árboles de níspero que invitó a los niños a disfrutar de los frutos maduros. La tarde se hacía vieja y la oscuridad rondaba sigilosa.

Los niños se durmieron de tanto ajetreo de esa tarde, cansados, entre los juegos en la poza del río y el manjar de anonas y nísperos, quedaron debajo de un árbol profundamente dormidos. La oscuridad llegó e inició su reinado por aquel cafetal, mientras en el pueblo comenzaron a preguntar por los dos niños que no llegaron por el callejón. De repente, un extraño sonido despertó a los niños, en medio de la oscuridad y desorientados, lanzaron gritos que alborotó aún más el jicote que estaba debajo de sus cabezas. La desesperación por aquellas picaduras de los insectos fue tal, que corrieron dando gritos y lamentos como gemidos espectrales. Alguien que estaba por el río escuchó los gritos y fue a ver qué sucedía.

Aquellos niños se revolcaban en la orilla del río, el dolor era insoportable. De repente, como lluvia fresca en la noche, brotó el agua a raudales en aquellos infantes traviesos. Desde un cántaro, el agua brotó para aliviar la sensación de quemadura que provocaban esas picaduras de abeja, los niños sintieron frescura y alivio, sin embargo, no habían notado la presencia en frente de ellos de la misteriosa mujer de trenzas largas. Ella tomó a los dos infantes y rápidamente los llevó a la extraña vivienda de bahareque, con tal de aplicarles un pastoso menjurje color café que haría bajar la hinchazón por las picaduras. Los niños sin darse cuenta, entraron en la misteriosa morada de la mujer.

Afuera en el cafetal, a lo lejos se escuchaba la voz del maestro y de algunos lugareños que buscaban a los niños. La noche se estaba haciendo vieja.

Ya más tranquilos, Maximiliano y Atanacio se vieron sentados en un galerón abierto atrás de la misteriosa vivienda, tenuemente alumbrada por varios candelabros. En medio del galerón, había muchas plantas que emitían los olores más exquisitos, como fragancias de la propia montaña. Ahí, había ruda, albahaca, romero, hierba buena, zacate limón, jengibre, borraja, canela, cúrcuma, diente de león y especies extrañas de hierbas milagrosas. Más afuera en el solar, había árboles de limón, naranja, guayaba, mandarina y otras especies frutales que soltaban un olor inigualable. En frente de los dos niños, la extraña mujer revolvía con una especie de cuchara de madera, un brebaje para bajar la fiebre en la piel de los asustados compañeros.

Rompiendo el silencio y tomando valor, preguntó Atanacio a la mujer:

-¿Es cierto que usted es bruja?

-¡Así es mi muchachito!, soy la bruja de la hierbas, de las plantas y de las flores. Y curo con mis menjurjes, es mi medicina natural.

-¿Y por qué sólo sale en las noches?

-Porque tengo una extraña enfermedad en mi piel, por eso evito la luz del sol, porque me causa una alergia en todo mi cuerpo.

Mientras el diálogo se hacía una confianzuda conversación, los niños tomaron esa bebida que haría bajar la fiebre en sus cuerpos. Con algo de misterio, observaron el rostro de la mujer, les pareció de dulce y bella mirada, de trenzas hermosas, en realidad -pensaron- no tenía esa mujer el aspecto de la bruja como se decía en el pueblo. Entonces, ellos le sonreían a la mujer que ya llegaba a los sesenta años.

¡Atanacio, Maximiliano!, ¡Maximiliano, Atanacio!, se escuchaba fuertemente afuera en el cafetal.

La mujer abrió la maltrecha puerta de su vivienda, con una carbura en su mano alumbró el callejón hasta que observó venir al maestro Casimiro, quien traía otra carbura alumbrando el camino.

-¡Aquí, aquí están los niños!, soy yo maestro Casimiro, la bruja del cafetal, ¡aquí están los niños!

Mientras la mujer gritaba esas palabras, en la puerta de la vivienda los dos niños se reían a carcajadas, sabían que esa mujer no era bruja, sino un alma bondadosa, solitaria y quizás algo triste.

De tarde en tarde, se veía a Maximiliano y Atanacio ir hacia el río con el mismo cántaro que vertiera el líquido refrescante y salvador la tarde de las picaduras de las abejas. La mujer recibía el cántaro lleno cada día, además, recibía de los niños cuidados y atenciones de cosas y diligencias que la mujer necesitara del pueblo, la mujer se convirtió en una especie de abuela para ellos. Ella les hacía infusiones y remedios cuando los niños estaban enfermos.

Nunca, nadie preguntó por el nombre de esa extraña mujer que había llegado desde Talamanca, a ella le gustaba como la llamaban… ¡La bruja del cafetal!, porque curaba con sus menjurjes de hierbas, plantas, frutas y flores.

Cuentan que, aún hoy por ese mismo río josefino, se escucha un cántaro llenar… ¡Quizás sea el mismo cántaro de la bruja del cafetal!

Escrito por Mauricio Perva.

¿Quién mató al peletero Cristóbal Viales?

En una cureña jalada por bueyes, esa noche llegó el cadáver de Cristóbal Viales a su pueblo natal, allá, en algún lugar de la bajura santacruceña. El hombre era el peletero de esa localidad, nadie sabía trabajar el cuero de los animales mejor que él.

En el mismo galerón en donde el hombre de treinta años trabajaba la piel del ganado, le dispusieron para que llegasen a verle. El ataúd recién fabricado, olía a cedro fresco, a víscera y a misterio criminal. Poco a poco fueron llegando los vecinos de ese pequeño pueblo, entre sabaneros y cocineras de la hacienda ganadera. Unas banquetas de madera de pochote sirvieron para alojar a propios y extraños alrededor del ataúd. Al lado del galerón, en el humilde rancho, una madre desconsolada lloraba a su hijo.

¿Qué había sucedido?
Dos noches atrás, Cristóbal Viales salió de cacería como era su costumbre, lo hizo en solitario. Siempre tomaba el trillo hacia el río y desde ahí bajaba hasta las caletas en donde encontraba a los venados bebiendo agua fresca. Esa noche hizo el mismo recorrido. Salió de su rancho por el solar, tomó el trillo hacia el río, la florecilla amarilla lo ocultó en la lejanía hasta llegar a la poza llamada Los Nancites. Precisamente ahí -en esa poza- se encontró la carbura que llevaba el hombre, guindada en una horqueta de un aceituno. Luego siguió su camino por la orilla del río, el hombre cruzó a la otra orilla -por donde llamaban Guapotalillo-, ahí, encontraron su viejo rifle guindando en una horqueta de un árbol de esparvel. Cristóbal Viales siguió su camino hacia las caletas, bajó agarrándose de algunas ramas y bejucos -así lo mostraban las pesquisas- hasta que llegó al sitio en donde tomaba agua el venado. En ese lugar, se encontró su afilado machete guindando en una horqueta de un madroño, machete limpio, sin un rastro de sangre. Toda la escena se iba gestando a la orilla del río. Al llegar a las caletas, donde tomaba agua el venado, comenzaba la escena del crimen que causaba náuseas y estupor.

En ese sitio, en donde tantas veces cazó a los venados de un certero tiro, al hombre peletero lo destazaron como ganado bajureño. Lo encontraron en esa mañana de octubre de 1925, tirado boca abajo en el suelo, metido hasta las rodillas en el río, con sus manos atadas hacia atrás con una coyunda de su mismo cuero. El suelo estaba aún húmedo por la mezcla de sangre y lluvia. A un lado del cadáver, en una pequeña caleta oscura, el olor de las vísceras esparcidas y a materia fecal era insoportable. Sus entrañas fueron tiradas en esa caleta como alimento para los coyotes.

Dos sabaneros lo encontraron en esa mañana cuando iban para la hacienda, apenas el alba le daba el saludo de despedida a la noche. Al darle vuelta al cuerpo, sus rostros se pusieron pálidos, amarillos como aquella florecilla bajureña; no lo podían creer, era el mismo peletero del pueblo, Cristóbal Viales. Hacia abajo de su pecho, un enorme agujero había dejado salir todas las vísceras, sus mismas entrañas. Su miembro y sus testículos colgaban de una horqueta de un árbol de quebracho a orilla del río, como evocando un trofeo mortuorio. El resto de su cuerpo estaba intacto, sin rastro de forcejeo. A un lado del cadáver, había una fina piedra cuadrada, con rastros de haber pasado por ahí el filo de un cuchillo, como alistando el arma para destazar a su presa. El sigilo con que se hizo aquella barbarie, no tenía parangón.

¿Quién pudo haber cometido tan horrible crimen?, ¿por qué la carbura, el viejo rifle y el machete envainado fueron encontrados tan bien puestos en las horquetas?, ¿quién odiaba tanto al peletero para darle tal tipo de muerte?

Fueron tantas las preguntas que se hicieron en esa mañana los miembros del resguardo y los mirones que llegaron a la dantesca escena. La noticia corrió por aquellos sitios como corre el ganado cimarrón por la bajura… ¡velozmente!

Cuando Cristóbal Viales llegó a la poza llamada los Nancites, desde ahí comenzó a sentir que lo seguían, pudo captar una extraña presencia en el llano, como un viento sigiloso que había llegado del llano. La escena era un completo misterio.

Regresando al viejo galerón donde velaban los restos del peletero, una anciana hacía una plegaria en forma de rezo con un enorme crucifijo de madera de cocobolo en sus manos. Al fondo, afuera del galerón, en la oscuridad donde Cristóbal Viales cortaba y curaba el cuero, estaba de pie la enigmática Salvadora Duarte, una mujer de setenta años, curandera y supersticiosa del pueblo -decían que era media bruja-, solamente miraba desde ahí la escena, precisamente sus ojos estaban fijos en cuatro personas que podrían haberle dado muerte a Cristóbal Viales. Quizás los augurios se lo habían mostrado. Desde esa oscuridad, analizaba quién lo habría matado.

¿Quién pudo haber cometido aquel crimen?, ¿acaso el peletero tenía problemas con alguien del pueblo?

Cuatro personas llegaron esa noche al velorio, cuatro extraños en ese pueblo, llegaron vestidos de negro luto, nadie los conocía y era precisamente a ellos a quienes tenía en la mira, en esa noche, la supersticiosa mujer de Salvadora Duarte.

Veamos quiénes eran, las cuatro personas extrañas en el velorio del peletero.

Ángel Carrillo, era un hombre cincuentón, bien entero y macizo. Era herrero en una hacienda ganadera en La Cruz y un católico ferviente. Tenía una hija encantadora de dieciséis años y unos meses atrás la encontró en los brazos de Cristóbal Viales debajo de un matapalo, en acto consumado. La deshonra se dio a conocer en su pueblo y el padre -enfurecido- le dejó ir un machetazo que aquel lo capeó hábilmente. Había dicho a Cristóbal Viales que se vengaría de aquella afrenta a su familia. Era muy explosivo y no controlaba su carácter.

Vicente Briceño, un terrateniente nicaragüense de sesenta años. Era aún un hábil cazador, delgado, bajo de estatura, callado y muy sigiloso. Tenía en la casona de su hacienda una colección de rifles y cruces en maderas finas. De joven, fue el capador de ganado en una enorme hacienda nicaragüense en Rivas. Un año atrás, llegó un rumor a su hacienda en Nicoya. Decían que un peletero santacruceño llamado Cristóbal Viales, andaba enamorando a su esposa, a la bella liberiana de cuarenta años. El hombre nicaragüense notaba algo extraño en la mujer y las pesquisas le iban dando la razón al rumor que se paseaba por esa hacienda. Vicente Briceño pensó en tomar venganza, pero seguía callado, sigiloso y analizaba cómo consumarla. Él, le juró a su conciencia tomar venganza. El sigilo era su arte.

Edelmira Recio, una mujer morena de esbelto cuerpo de cincuenta años, comadrona de un pueblo que distaba a tres horas a caballo de donde velaban al peletero. Tenía una hija de veinte años a la cual Cristóbal Viales enamoró y dejó en la puerta de la ermita vestida de novia. Nunca llegó el hombre, se escabulló como un venado entre la caleta. La mujer gritó enfurecida, -en esa misma puerta de la ermita- tomar venganza para el peletero por no casarse con su hija. Era mujer caprichosa, valiente y vengativa.

Francisca Quirós, bella mujer, morena, cargaba ya su treintena de años. Estaba enamorada perdidamente del peletero Cristóbal Viales. Era hija de un rico hacendado ganadero por la región de Filadelfia, sabía como ninguna otra mujer el arte ganadero y equino. Ella sintió la indiferencia y el dolor en el juego amoroso al cual le hizo caer Cristóbal Viales. El peletero le hirió su corazón, lo había lazado y vaqueteado como joven novillo inocente. Por eso mismo, ella gritó a los cuatro vientos vengarse algún día. Disponía del dinero y el valor para hacerlo. Los celos la cegaban.

Sabía muy bien Salvadora Duarte -esa noche del velorio-, quiénes pudieron haberle dado muerte al peletero. Desde afuera, miraba a las las personas que pudieron haber cometido tan espeluznante crimen. Para el resto de los pueblerinos, aquellas cuatro visitas eran unos extraños más. Eran cuatro asistentes en aquella triste jornada mortuoria, cuatro individuos que tomaban café, que se santiguaban e incluso que rezaban con el resto de los presentes. Hasta osaron llorar con el gentío.

Salvadora Duarte veía muy bien los gestos de tres -de aquellos extraños-; risas sarcásticas entre dientes, miradas burlescas, temblor en sus manos y unas pequeñas gotas de sudor bajando de sus frentes. Solo una persona ,de aquellas cuatro, se mantenía infranqueable frente al cadáver del peletero.

Las cuatro personas distantes unas de otras, como queriendo pasar desapercibidas. Eran cuatro potenciales victimarios en aquella dantesca noche del crimen, parecía como si disfrutaran de ver al peletero en ese ataúd.

Al ser las diez de la mañana del día siguiente, el cortejo fúnebre se enrumbó al pequeño panteón por el mismo camino que minutos atrás había pisado el ganado. Un desfile de sabaneros iniciaron el recorrido, iban sentados en las mismas monturas y albardas que el ahora muerto había fabricado. Dos mujeres llevaban cada una, una cruz de púrpura resplandeciente de madera de nazareno.

El sol guanacasteco de esa mañana, hacía insoportable el olor cadavérico, los pañuelos fueron necesarios para despistar el hedor putrefacto. Al pasar frente al rastro (lugar del destace de ganado para la carne del pueblo), un corpulento hombre llamado Ubaldo Sandoval, afilaba un enorme cuchillo en un molejón a la orilla del camino. A su lado, varios perros disputaban las tripas de un torete recién sacrificado. El miembro y los testículos del torete, guindaban en la horqueta de un horcón de níspero, a vista de todo el cortejo fúnebre.

El hombre destazador, Ubaldo Sandoval, no se inmutó ante el paso del féretro y siguió afilando su cuchillo en el molejón… ¡al fin y al cabo nunca le simpatizó aquel peletero jactancioso de Cristóbal Viales!

En aquel cotejo fúnebre, tres de los cuatro extraños caminantes en algún momento cruzaron miradas con Ubaldo Sandoval, el hombre del rastro que afilaba su cuchillo en el molejón. Solo uno de ellos se mantuvo infranqueable.

Mientras el cortejo fúnebre seguía su camino, todos se preguntaban… ¿quién mató al peletero Cristóbal Viales?
Alguien lo sabía
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Referencias:

Christian Mauricio Pérez Vargas
Pseudonimo Mauricio Perva.
Profesor de Estudios Sociales en Colegio de Bagaces Educación para Adultos por 20 años y profesor de Historia del Bachillerato Internacional.

Los gritos de la ira! (cuento)

La repela en el cafetal fue terminada en esa tarde. Los jornaleros recibieron el pago, fueron recibiendo los reales en sus manos manchadas del café, las carretas rebozaban del fruto maduro y hacia el oeste el sol dibujaba moribundos destellos de un rojizo encantador.

Por el camino pedregoso y oscurecido, iba caminando Bernardo Acosta de regreso a su rancho. Llegando al bajo por donde se unían las dos quebradas del cafetal, dos siluetas apenas se dejaron distinguir entre la penumbra de esa tarde veraniega. En ese instante a Bernardo Acosta se le clavó una estaca en su corazón. Nunca regresaba por ese camino hacia su rancho, sin embargo esa tarde quiso refrescarse en las aguas de las quebradas

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UNA BARANDA PARA SEBASTIÁN.

A continuación deseo compartir con la comunidad Mi C.R. de Antaño los cuentos del señor Mauricio Perva, un excelente escritor costarricense y quien me ha entretenido en gran manera con su manera tan real de narrar sus bellas historias…

El vapor había llegado al puerto de Limón en aquella cálida y húmeda tarde de mayo, las maletas estaban dispuestas en la entrada de la estación del ferrocarril. Sentados en la larga banca metálica estaba esa familia europea recién llegada. Fue una travesía larga y agotante. Habían salido desde España, huyendo del embate bélico que había iniciado un año atrás en el Imperio Austro-Húngaro. Ahí estaba sentada la madre con sus seis meses de gestación, una española nacida en Alcalá de Henares de bellos cabellos castaños que caían hasta su cintura. Al lado de la mujer que pasaba los treinta años, estaba pensativo y tan serio aquel mozo nacido en Viena, de bigote prominente, de evidente calvicie y de porte impecable desde su fina camisa color blanca, hasta sus botas de cuero con broches metálicos, y al otro extremo de la banca color verde, juguetones e inocentes, estaban tres niños rubios, de ojos celestes y tan parecidos a su padre. Junto a la madre, la única niña de aquel matrimonio -emparentado con la casa real de los Habsburgo de Austria-, tocaba con gran suavidad el fecundo vientre de su madre. Tenía aquella niña algo tan especial, había en su mirada ternura y amor. Era la hija mayor.

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