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¿Quién mató al peletero Cristóbal Viales?

En una cureña jalada por bueyes, esa noche llegó el cadáver de Cristóbal Viales a su pueblo natal, allá, en algún lugar de la bajura santacruceña. El hombre era el peletero de esa localidad, nadie sabía trabajar el cuero de los animales mejor que él.

En el mismo galerón en donde el hombre de treinta años trabajaba la piel del ganado, le dispusieron para que llegasen a verle. El ataúd recién fabricado, olía a cedro fresco, a víscera y a misterio criminal. Poco a poco fueron llegando los vecinos de ese pequeño pueblo, entre sabaneros y cocineras de la hacienda ganadera. Unas banquetas de madera de pochote sirvieron para alojar a propios y extraños alrededor del ataúd. Al lado del galerón, en el humilde rancho, una madre desconsolada lloraba a su hijo.

¿Qué había sucedido?
Dos noches atrás, Cristóbal Viales salió de cacería como era su costumbre, lo hizo en solitario. Siempre tomaba el trillo hacia el río y desde ahí bajaba hasta las caletas en donde encontraba a los venados bebiendo agua fresca. Esa noche hizo el mismo recorrido. Salió de su rancho por el solar, tomó el trillo hacia el río, la florecilla amarilla lo ocultó en la lejanía hasta llegar a la poza llamada Los Nancites. Precisamente ahí -en esa poza- se encontró la carbura que llevaba el hombre, guindada en una horqueta de un aceituno. Luego siguió su camino por la orilla del río, el hombre cruzó a la otra orilla -por donde llamaban Guapotalillo-, ahí, encontraron su viejo rifle guindando en una horqueta de un árbol de esparvel. Cristóbal Viales siguió su camino hacia las caletas, bajó agarrándose de algunas ramas y bejucos -así lo mostraban las pesquisas- hasta que llegó al sitio en donde tomaba agua el venado. En ese lugar, se encontró su afilado machete guindando en una horqueta de un madroño, machete limpio, sin un rastro de sangre. Toda la escena se iba gestando a la orilla del río. Al llegar a las caletas, donde tomaba agua el venado, comenzaba la escena del crimen que causaba náuseas y estupor.

En ese sitio, en donde tantas veces cazó a los venados de un certero tiro, al hombre peletero lo destazaron como ganado bajureño. Lo encontraron en esa mañana de octubre de 1925, tirado boca abajo en el suelo, metido hasta las rodillas en el río, con sus manos atadas hacia atrás con una coyunda de su mismo cuero. El suelo estaba aún húmedo por la mezcla de sangre y lluvia. A un lado del cadáver, en una pequeña caleta oscura, el olor de las vísceras esparcidas y a materia fecal era insoportable. Sus entrañas fueron tiradas en esa caleta como alimento para los coyotes.

Dos sabaneros lo encontraron en esa mañana cuando iban para la hacienda, apenas el alba le daba el saludo de despedida a la noche. Al darle vuelta al cuerpo, sus rostros se pusieron pálidos, amarillos como aquella florecilla bajureña; no lo podían creer, era el mismo peletero del pueblo, Cristóbal Viales. Hacia abajo de su pecho, un enorme agujero había dejado salir todas las vísceras, sus mismas entrañas. Su miembro y sus testículos colgaban de una horqueta de un árbol de quebracho a orilla del río, como evocando un trofeo mortuorio. El resto de su cuerpo estaba intacto, sin rastro de forcejeo. A un lado del cadáver, había una fina piedra cuadrada, con rastros de haber pasado por ahí el filo de un cuchillo, como alistando el arma para destazar a su presa. El sigilo con que se hizo aquella barbarie, no tenía parangón.

¿Quién pudo haber cometido tan horrible crimen?, ¿por qué la carbura, el viejo rifle y el machete envainado fueron encontrados tan bien puestos en las horquetas?, ¿quién odiaba tanto al peletero para darle tal tipo de muerte?

Fueron tantas las preguntas que se hicieron en esa mañana los miembros del resguardo y los mirones que llegaron a la dantesca escena. La noticia corrió por aquellos sitios como corre el ganado cimarrón por la bajura… ¡velozmente!

Cuando Cristóbal Viales llegó a la poza llamada los Nancites, desde ahí comenzó a sentir que lo seguían, pudo captar una extraña presencia en el llano, como un viento sigiloso que había llegado del llano. La escena era un completo misterio.

Regresando al viejo galerón donde velaban los restos del peletero, una anciana hacía una plegaria en forma de rezo con un enorme crucifijo de madera de cocobolo en sus manos. Al fondo, afuera del galerón, en la oscuridad donde Cristóbal Viales cortaba y curaba el cuero, estaba de pie la enigmática Salvadora Duarte, una mujer de setenta años, curandera y supersticiosa del pueblo -decían que era media bruja-, solamente miraba desde ahí la escena, precisamente sus ojos estaban fijos en cuatro personas que podrían haberle dado muerte a Cristóbal Viales. Quizás los augurios se lo habían mostrado. Desde esa oscuridad, analizaba quién lo habría matado.

¿Quién pudo haber cometido aquel crimen?, ¿acaso el peletero tenía problemas con alguien del pueblo?

Cuatro personas llegaron esa noche al velorio, cuatro extraños en ese pueblo, llegaron vestidos de negro luto, nadie los conocía y era precisamente a ellos a quienes tenía en la mira, en esa noche, la supersticiosa mujer de Salvadora Duarte.

Veamos quiénes eran, las cuatro personas extrañas en el velorio del peletero.

Ángel Carrillo, era un hombre cincuentón, bien entero y macizo. Era herrero en una hacienda ganadera en La Cruz y un católico ferviente. Tenía una hija encantadora de dieciséis años y unos meses atrás la encontró en los brazos de Cristóbal Viales debajo de un matapalo, en acto consumado. La deshonra se dio a conocer en su pueblo y el padre -enfurecido- le dejó ir un machetazo que aquel lo capeó hábilmente. Había dicho a Cristóbal Viales que se vengaría de aquella afrenta a su familia. Era muy explosivo y no controlaba su carácter.

Vicente Briceño, un terrateniente nicaragüense de sesenta años. Era aún un hábil cazador, delgado, bajo de estatura, callado y muy sigiloso. Tenía en la casona de su hacienda una colección de rifles y cruces en maderas finas. De joven, fue el capador de ganado en una enorme hacienda nicaragüense en Rivas. Un año atrás, llegó un rumor a su hacienda en Nicoya. Decían que un peletero santacruceño llamado Cristóbal Viales, andaba enamorando a su esposa, a la bella liberiana de cuarenta años. El hombre nicaragüense notaba algo extraño en la mujer y las pesquisas le iban dando la razón al rumor que se paseaba por esa hacienda. Vicente Briceño pensó en tomar venganza, pero seguía callado, sigiloso y analizaba cómo consumarla. Él, le juró a su conciencia tomar venganza. El sigilo era su arte.

Edelmira Recio, una mujer morena de esbelto cuerpo de cincuenta años, comadrona de un pueblo que distaba a tres horas a caballo de donde velaban al peletero. Tenía una hija de veinte años a la cual Cristóbal Viales enamoró y dejó en la puerta de la ermita vestida de novia. Nunca llegó el hombre, se escabulló como un venado entre la caleta. La mujer gritó enfurecida, -en esa misma puerta de la ermita- tomar venganza para el peletero por no casarse con su hija. Era mujer caprichosa, valiente y vengativa.

Francisca Quirós, bella mujer, morena, cargaba ya su treintena de años. Estaba enamorada perdidamente del peletero Cristóbal Viales. Era hija de un rico hacendado ganadero por la región de Filadelfia, sabía como ninguna otra mujer el arte ganadero y equino. Ella sintió la indiferencia y el dolor en el juego amoroso al cual le hizo caer Cristóbal Viales. El peletero le hirió su corazón, lo había lazado y vaqueteado como joven novillo inocente. Por eso mismo, ella gritó a los cuatro vientos vengarse algún día. Disponía del dinero y el valor para hacerlo. Los celos la cegaban.

Sabía muy bien Salvadora Duarte -esa noche del velorio-, quiénes pudieron haberle dado muerte al peletero. Desde afuera, miraba a las las personas que pudieron haber cometido tan espeluznante crimen. Para el resto de los pueblerinos, aquellas cuatro visitas eran unos extraños más. Eran cuatro asistentes en aquella triste jornada mortuoria, cuatro individuos que tomaban café, que se santiguaban e incluso que rezaban con el resto de los presentes. Hasta osaron llorar con el gentío.

Salvadora Duarte veía muy bien los gestos de tres -de aquellos extraños-; risas sarcásticas entre dientes, miradas burlescas, temblor en sus manos y unas pequeñas gotas de sudor bajando de sus frentes. Solo una persona ,de aquellas cuatro, se mantenía infranqueable frente al cadáver del peletero.

Las cuatro personas distantes unas de otras, como queriendo pasar desapercibidas. Eran cuatro potenciales victimarios en aquella dantesca noche del crimen, parecía como si disfrutaran de ver al peletero en ese ataúd.

Al ser las diez de la mañana del día siguiente, el cortejo fúnebre se enrumbó al pequeño panteón por el mismo camino que minutos atrás había pisado el ganado. Un desfile de sabaneros iniciaron el recorrido, iban sentados en las mismas monturas y albardas que el ahora muerto había fabricado. Dos mujeres llevaban cada una, una cruz de púrpura resplandeciente de madera de nazareno.

El sol guanacasteco de esa mañana, hacía insoportable el olor cadavérico, los pañuelos fueron necesarios para despistar el hedor putrefacto. Al pasar frente al rastro (lugar del destace de ganado para la carne del pueblo), un corpulento hombre llamado Ubaldo Sandoval, afilaba un enorme cuchillo en un molejón a la orilla del camino. A su lado, varios perros disputaban las tripas de un torete recién sacrificado. El miembro y los testículos del torete, guindaban en la horqueta de un horcón de níspero, a vista de todo el cortejo fúnebre.

El hombre destazador, Ubaldo Sandoval, no se inmutó ante el paso del féretro y siguió afilando su cuchillo en el molejón… ¡al fin y al cabo nunca le simpatizó aquel peletero jactancioso de Cristóbal Viales!

En aquel cotejo fúnebre, tres de los cuatro extraños caminantes en algún momento cruzaron miradas con Ubaldo Sandoval, el hombre del rastro que afilaba su cuchillo en el molejón. Solo uno de ellos se mantuvo infranqueable.

Mientras el cortejo fúnebre seguía su camino, todos se preguntaban… ¿quién mató al peletero Cristóbal Viales?
Alguien lo sabía
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Referencias:

Christian Mauricio Pérez Vargas
Pseudonimo Mauricio Perva.
Profesor de Estudios Sociales en Colegio de Bagaces Educación para Adultos por 20 años y profesor de Historia del Bachillerato Internacional.

Los gritos de la ira! (cuento)

La repela en el cafetal fue terminada en esa tarde. Los jornaleros recibieron el pago, fueron recibiendo los reales en sus manos manchadas del café, las carretas rebozaban del fruto maduro y hacia el oeste el sol dibujaba moribundos destellos de un rojizo encantador.

Por el camino pedregoso y oscurecido, iba caminando Bernardo Acosta de regreso a su rancho. Llegando al bajo por donde se unían las dos quebradas del cafetal, dos siluetas apenas se dejaron distinguir entre la penumbra de esa tarde veraniega. En ese instante a Bernardo Acosta se le clavó una estaca en su corazón. Nunca regresaba por ese camino hacia su rancho, sin embargo esa tarde quiso refrescarse en las aguas de las quebradas

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Cuentos y Leyendas Costarricenses.

Las leyendas de Costa Rica son un conjunto de relatos y tradiciones folclóricas de Costa Rica, ubicadas dentro del folclor narrativo popular, referidas a algún suceso maravilloso irreal, pero con huellas de realidad, donde se determinan temas heroicos, de la historia patria, de seres mitológicos, de almas en pena, de seres sobrenaturales o sobre los orígenes de hechos o lugares, los cuales se considera que realmente sucedieron y en los cuales se cree.​ Las leyendas costarricenses se componen en su mayoría por relatos de almas en pena, magia o cultura indígena, unidos por la presencia constante de la religiosidad que caracteriza al pueblo costarricense, en su mayoría católico.

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