
La repela en el cafetal fue terminada en esa tarde. Los jornaleros recibieron el pago, fueron recibiendo los reales en sus manos manchadas del café, las carretas rebozaban del fruto maduro y hacia el oeste el sol dibujaba moribundos destellos de un rojizo encantador.

Por el camino pedregoso y oscurecido, iba caminando Bernardo Acosta de regreso a su rancho. Llegando al bajo por donde se unían las dos quebradas del cafetal, dos siluetas apenas se dejaron distinguir entre la penumbra de esa tarde veraniega. En ese instante a Bernardo Acosta se le clavó una estaca en su corazón. Nunca regresaba por ese camino hacia su rancho, sin embargo esa tarde quiso refrescarse en las aguas de las quebradas
Su prometida, la bella María del Carmen, se fundía en un beso en los brazos del hijo del cafetalero debajo de un viejo roble. Bernardo Acosta, sacó su afilado machete de la vaina, lo empuñó fuertemente y el sonido del filazo se escuchó como un gemido desesperado. El corte fue perfecto, no hubo falla, una enorme flor de itabo cayó hacia la quebrada, sacándola, el hombre le gritó a su prometida:
Acá te dejo esta flor d´itabo, hacéla con güevo y dácela a éste condenáo, ¡pero no le quités lo amargo!
-¡Bernardo, Bernardo, ¡esperáte… Bernardo!
Por el camino pedregoso el hombre desapareció, las piedras del camino se humedecían con el llanto de Bernardo Acosta, la ilusión amorosa se iba deshojando, poco a poco cada hoja de ese amor caía al suelo y se convertía en hojarasca marchita de ilusión.
Los gritos de la ira se quedaron guardados en su pecho y a lo lejos la bella prometida, asombrada, ¡no lo podía creer! Su infidelidad fue hallada en ese cafetal, al llegar a las quebradas.
Bernardo Acosta amaba a la jovencita desde que eran adolescentes, pero esa tarde se desengañó. Por el camino ya oscurecido, la conciencia del hombre, interrumpió el silencio:
-Hombré Bernardo Acosta, ¿qué le podés dar a esa mujer, sos solo un peón de cafetal?
-Pues sí tenés razón, solo soy un peón más del cafetal y ese condenillo el hijo del cafetalero. ¡Ah! pero ese condenáo es bien jugáo, lo conozco bien.
-¿La vas a perdonar… Bernardo?
No hubo respuesta.
Bernardo Acosta llegó a su rancho con el corazón entre sus manos y esa noche el hombre no durmió.
Nunca más volvieron a ver al peón de Bernardo Acosta por ese pueblo al sur de Aserrí, se fue en una fría madrugada con un bolso de tela en su espalda, su machete envainado amarrado a su cintura y unos reales en su lullido pantalón. Iba de pueblo en pueblo, sorteando la vida y sin deseo de arraigo.
Dicen que lo vieron en la zona caribeña cargando verdes racimos hacia el tren, por Guanacaste en las llanuras indomables, por Puntarenas sorteándole el sustento diario al manglar, por Juan Viñas cortando los dulces vástagos del cañaveral. Le vieron por la capital jalando carretas hacia el mercado, en Cartago entre la bruma mañanera con sus manos terrosas entre las papas y hasta le vieron botando tacotales en el bajo de los Rodríguez allá por San Ramón. Le vieron negro entre la carbonera, blanco entre la calera y triste por donde quiera.
A Bernardo Acosta le conocían en la costa, el llano, el valle, la montaña, en el bajo y en la loma, en el claro y en el montazal, siempre le vieron melancólico, triste, queriendo dejar escapar al cielo esos gritos de la ira que llevaba presos en su pecho, que permanecían ahí encarcelados y sin pretensión de escapar. Esos gritos de la ira lo amargaron, lo hicieron jornalero errante del terruño, hasta que una tarde decembrina de 1954 todo cambió.
En un tacotal allá en Puriscal, el hombre de mil faenas errantes lanzó al viento los viejos gritos de su ira cautivante, los expulsó y los hizo volar sin rumbo. Los gritos estremecieron la montaña y reventaron las nubes oscuras en esa región. Entonces el cielo lloró junto a Bernardo Acosta, cielo y jornalero lloraron esa tarde como niños sin consuelo, y ese llorar le hizo bien al alma del hombre.
A Bernardo Acosta, al hombre maduro, le veían sentado en su mecedora favorita de madera de chirraca, ya con sus sesenta años.
Ahí estaba tranquilo, arraigado en una parcela en Puriscal, con su mujer. Esa puriscaleña, humilde cocinera de una fonda, logró sacar lo gritos de la ira del pecho de ese hombre. Logró sacar aquellos cautivantes de las entrañas del jornalero.
Afuera la milpa rebozaba, el pequeño cafetal esperaba las manos laboriosas en el fruto maduro, el verolís anunciaba la dulce cosecha y las flores de itabo emblanquecían la entrada de la parcela. A un lado del rancho, el sonido de una pequeña quebrada refrescaba la mente de aquella pareja, quienes, con una jarra de un café humeante, hablaban de la vida.
El amor de esa mujer lo había cambiado todo en el pecho del hombre, y los gritos de la ira vagaron sin rumbo… ¡cansados del tiempo!
Referencias:
Christian Mauricio Pérez Vargas
Pseudonimo Mauricio Perva.
Profesor de Estudios Sociales en Colegio de Bagaces Educación para Adultos por 20 años y profesor de Historia del Bachillerato Internacional.