
Para los que hemos nacido y crecido en la segunda mitad del siglo XX, resulta difícil no recordar aquellos mágicos lugares que se llamaban boticas. Sitios llenos de cajoncitos, estantes y numerosos gaveteros de finas maderas, con frascos maravillosos de vidrios marrones y azules y recipientes blancos de porcelana, donde el boticario y la boticaria preparaban, con polvos, aceites, líquidos y hojas secas, las recetas del médico.

Mientras hacían las preparaciones, los niños pedíamos los únicos dulces que había en esos patrimoniales recintos: gomitas de eucalipto y confites de menta, mantequilla y mora, resguardados en grandes frascos a la vista del mostrador. Eran una verdadera delicia.
Todo ello se compraba en las boticas San José, La Primavera, Mariano Jiménez, Francesa, La Violeta o la botica Pirie, en Cartago, por citar solo algunas de ellas.
En todas ellas, los boticarios molían y mezclaban los químicos y los productos de origen natural, rellenaban las cápsulas y hacían los papelitos de los envoltorios para colocar bicarbonato, mostaza, anís estrellado y otro sinfín de productos, no solo de la industria farmacéutica sino, también, de uso culinario.

Y ahí, también, estaban los remedios para aliviar los nervios, el cuerpo pesado, el tener la piel como un caimito, las chichotas, las poco elegantes agruras, los patatuses y los efectos del chiflón que, por cierto, se quitaban frotando la nuca con agua del Carmen.
Pues, además de las recetas que preparaba el farmacéutico, con sus artificios y conocimientos, se acudía a comprar el famoso IODEX –un antiséptico de muy fuerte olor que lo curaba casi todo– al igual que las famosas y milagrosas píldoras del Dr. Ross, para aliviar todo lo de la zona del estómago, del hígado y los intestinos y esas zonas del cuerpo. Se compraban mucho las vitaminas Viseneral, que lo curaban casi todo, aunque eran carísimas. Sin olvidarnos en este recuento de la que sería una leyenda urbana, la Pomada Canaria, que esa sí lo curaba todo.
Igual se recurría a la temida leche de magnesia, las nada agradables cápsulas de bacalao y la sabrosa Kinocola, que no sabía tan feo como los anteriores y nos ponía más pochotones e inteligentes junto con la recomendada ingestión del Sucrol, para ser más pipas. Había un anuncio en la radio que decía: “El patito siempre toma la sabrosa Kinocola; de tan fuerte que se ha puesto, hasta le creció la cola”.
Para las agruras, las abuelas tomaban el mentado citrato de magnesio, medicamento agridulce que no sabía nada mal. Si estábamos resfriados, pues una Mejoral que decían, valga la redundancia, mejoraba pero, sobre todo, untarse mucho Zepol con “Z” (“Si no es con Z no es Zepol”) creado por un empresario de origen venezolano radicado en Costa Rica, que tenía botica por acá, de apellido López, quien invirtió su apellido para nombrar al ungüento. En la casa nos envolvían en periódicos como si fuéramos momias, y nos embarraban la espalda y el pecho con el tal ungüento y otros mejunjes llenos de alcanfor y nos colocaban unos cartuchos en las orejas para combatir el tan frecuente resfrío. La gripe se combatía, también, con Vic Vaporuc y las pastillitas Valda servían para los males de garganta.
Ni qué decir de la emulsión de Scott, recomendable cuando iba a llegar la cigüeña, y la heroína Bayer –sustancia que era un sustituto de la morfina– en los adultos y, también, curiosamente, aliviaba la llamada tos de perro de los niños.
Para el cuidado del cuero cabelludo había muchos productos. Se despachaba la laca, que la vendían por onzas, y la brillantina y el tulipán para los copetes de las señoras y de los señores. Todos quedaban y se veían muy encopetados. También la famosa Glostora y la gomina para el peinado de los más peques. Y para tener el cutis libre de manchas, de pecas y de espinillas, se vendía la crema Filoderma. El anuncio enfatizaba que cuatro generaciones la habían disfrutado en Costa Rica y daba un encanto al rostro que no tenía rival.
Y no podemos olvidarnos de la naftalina, especial para matar y ahuyentar los molestísimos insectos domésticos, y la raíz de violeta en ramitos para aromatizar los roperos. La carbolina, para desinfectar baños y cocina, así como las azules bolitas de añil para blanquear la ropa, junto con el almidón de yuca para “almidonar” las camisas.
Quizá por la confianza que depositábamos en el boticario –este gran y respetado personaje de la salud del costarricense– y en su conocimiento de todos los vecinos, vecinas y de la chiquillada del barrio o de aquel San José aldeano de pocos habitantes, es que surge el dicho, muy de la cultura de los pueblos que hablamos aún en español, de: “Encontrar de todo como en botica”.
Espacios, algunos, que se conservaron desde el año 1900 hasta la década de 1970 y que nos trasladaban a una irremediable “belle époque”, por sus mobiliarios y objetos, incluso por los recetarios y sus fórmulas de preparación, traídos de París, Bruselas y Gran Bretaña. Aun conservo el olor de esos recintos, pese al paso de los años. Todo este universo cotidiano de nostalgias, de gratos recuerdos y de lejanas cercanías, me remonta de inmediato a una de mis vecinas de la infancia, doña Emilia, en el josefino barrio de González Lahman.
Doña Emilia, decían los tertulianos, era muy padecienta de cuanto mal hubiera. Pero, en especial, sufría de nervios. Con una nada se caía al suelo, se ponía a llorar y se esmorecía. Había que ponerla a inhalar el famoso espíritu de azahar para reanimarla.
Es que se atacaba mucho y seguido de los nervios por cualquier melindre. Por ejemplo, cada vez que le venía el recibo de la luz, ya perdía el conocimiento y se quedaba como privada. Y como la luz la cobraban todos los meses, en el barrio nos acostumbramos a verla atacada siempre al ver el monto del recibo y ver cómo se descomponía, dizque por los nervios y ya ni la juntábamos del suelo, de tanto que pasaba este drama de vecinos. ¡Lo que era la gente de desconsiderada! Padecía, también, mucho de sofocos, por la edad. Ya tendría unos cuarenta años y su desatino era desaforado. Eso decía la gente mayor del vecindario.
Por cierto que, un día, al pobre de su marido, don Miguel Ángel, se le hizo una gran chichota, lo que hacía que se le viera la jupa más ayote que de costumbre. Además, el doncito padecía mucho de aventazón y se ponía muy malito cada vez que cogía un chiflón, aunque fuera en el zaguán de la casa. Al recordar esta historia de barrio en mi infancia, fue cuando se me ocurrió hacer un breve glosario de enfermedades del cuerpo y del alma que, a veces, padecemos los ticos y que aún usamos para designar las “dolamas”. Quién sabe, tal vez le sirva a algún doctor del “Seguro” para diagnosticar a alguien.
Revisemos los nombres de las enfermedades más corrientes y las formas de curarlas acá en el terruño.
La pega. Esta molesta enfermedad le da a uno por atiparse, o sea, por ser hartón. Es peor que empacharse, dolencia de síntomas cercanos. Hay dos remedios: primero, tratar con una sal de frutas o sal de uvas; a veces recomiendan, también, la leche de magnesia o frotarse con manteca de chancho y un poco de sal. Si no se cura, vaya donde un sobador a que le saque el empacho. Yo le puedo recomendar uno muy bueno.
Un aire. Los aires se cogen debido a los chiflones. Se dice también: “bañar un aire”. Suelen alojarse en la nuca (también llamada nuque). Medicina contra este tipo de tiesura o aigrida: frotarse. Antes era con manteca de chancho o enjundia de gallina. Modernamente, se recetan Zepol, Cofal, ungüento León y, para las clases adineradas, Vic Vaporup.
El soponcio. Dícese del padecimiento de personas mayores, que se manifiesta en sensaciones de miedo, horror y enojo. Esta palabra se usa si el paciente tiene plata, o sea, si es pudiente. Para el resto de los mortales, basta con llamarlo “patatús”. El remedio puede ser una tacita de café vacío o, si es muy grave, un traguito.
El desconsuelo. Algunos le llaman desasosiego. Se trata de una vaga sensación de dolor, poco localizada pero que lo pone a uno muy triste, como apachurrado.
No confundir con la angustia, que es una dolencia más localizada en la sección abdominal. De nuevo aquí el remedio sigue siendo el traguito de guaro de caña. Eso sí, con moderación, porque si no aparece la siguiente enfermedad.
La goma. Consecuencia horrorosa de pegarse una soca o jumarse. Ni les digo con qué se cura porque me cae la censura.

Tener calentura de pollo.
¿ R e c u e r d a n cuando se hacían los enfermos para no ir a la escuela? Entonces se decía que tenían calentura de pollo. Y la medicina para esa enfermedad eran unos fajazos, si mal no recuerdo. Claro, en aquellos tiempos había otras enfermedades. Por ejemplo, a los tatas de uno se les regaba la bilis cada vez que el vecino les tiraba la basura en el patio. Los pobres se ponían como agua para chocolate.
Y, a usted, ¿nunca se le clavó una estaca en el pecho que no lo dejaba respirar? ¿Y nunca se sintió como un chuica? ¿Y nunca se le reventó la hiel por ver a un amigo comiendo algo rico sin convidar?
¿Recuerda cuando los bebés se quebrantaban y la gente se moría del cólico miserere? A algunos les daba un pasmo y, a otros, un trancazo, con tosedera y fiebre. Y no había más remedio que coger cama a sudar la calentura. Eso sí, ocho días sin bañarse por aquello de que más vale tierra en cuerpo que cuerpo en tierra. Qué verdadera cochinada.
¿Y qué decir de los diviesos y los carates? ¿O de las ronchas y salpullidos que picaban tanto y que salían en las partes nobles? Buenos, a veces todavía salen, lo que no sé es por qué se le dice “partes nobles” a aquellas partes.
Estar p´al tigre.
Hay un estado de salud muy fregado, porque es peor que estar jodido o chueco o lleno de males, y apenas menos malo que patear el balde, enrollar el petate, irse para el otro potrero o a estudiar botánica: se llama “estar p´al tigre”. Y lamento decirles que la ciencia no ha encontrado todavía la cura para ese padecimiento.
Si ponemos atención, vemos que el español que hablamos posee mucha riqueza y denota una gran imaginación.
Pensemos en otras enfermedades que hemos oído mencionar a los mayores y, ojalá, no las olvidemos para conservar ese tesoro de expresiones divertidas. Y, bueno, mejor pensemos en irnos para la casa tempranito, para no serenarnos y coger algunos de estos males… Hasta lueguito…, porque, además, si sigo escribiendo tanto, se me puede abrir la muñeca.
Referencias:
Guillermo Barzuna Pérez. Filólogo costarricense. Docente e investigador en la Universidad de Costa Rica.Ensayista de diversos temas sobre cultura y patrimonio cultural. Revista Herencia Vol. 25 (1 y 2), 149-154, 2012.
Sinabi. Ilustraciones de periódicos y revistas antiguas de C.R.
sabes donde estaba ubicada la farmacia López, (zepol) en san josé?
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Hola Mariano, vieras que no he oído de ninguna Farmacia López sino Librería López. Zepol q deriva del apellido siempre ha sido un laboratorio donde hacen diferentes clases de
medicamentos pero no farmacia. Eso es lo que he oído . Saludos!!
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Qué lindos recuerdos! Me hicieron devolverme a mi infancia, que por cierto fui muy enfermiza. Gracias por refrescarnos el cerebro de niños!
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Gracias Sara por visitar esta su sitio histórico! Nos alegra que disfrute de Lis buenos recuerdos! Saludos
PS: si quisiera que desarrollemos algún tema de su preferencia, hágamelo saber por favor!
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He regresado a mis años. Mozos leyendo este comentario, que lindo que viví todas esas experiencias y todavía a mis 76 años uso zepol con z!
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B días Marina, que dicha que le ha gustado nuestro blog! Saludos!
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La farmacia López sí existió y era de don Luis Alejandro López, el creador del Zepol y dueño y fundador de laboratorios Zepol.
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Gracias por compartir tan amplia informacióyn desconocida para la mayoría de jóvenes, aunque soy de los años 60’s ese tipo de información gusta conocerla.
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Gracias por visitarnos y nos agrada que le haya gustado la información! Saludos!
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