El símbolo arquitectónico de San José por excelencia, desde que fue inaugurado en 1897, ya no fue la Catedral o el Palacio Nacional sino el Teatro Nacional, orgullo también “nacional” —aunque para ese entonces pocos lo conocían en otras partes del país—. Según algunos viajeros, a la mitad del precio (todos especularon entre un millón de colones, francos, libras esterlinas, dólares su costo) hubiera cumplido las mismas funciones, ya que permanecía la mayor parte del año cerrado, demasiado rico para una capital periférica y para el deleite de una microscópica élite.
Como opinaba Frank Carpenter en 1925: “Fue para los ricos y las clases pudientes de San José que este teatro fue construido. Ni un décimo de la población del país vive en la capital, y de estos no más que un décimo son los que pueden pagar para ir al teatro.”
George Palmer Putnam, azorado de la “suprema extravagancia” del Teatro, para un pueblo aislado de 40, 000 habitantes, entrevistó al político más popular entre los viajeros y pidió su opinión al respecto: Cleto González Víquez. Aunque éste, indudablemente estaba orgulloso del progresismo del teatro, en su opinión: “la mitad del dinero nos hubiera dado un amplio y buen teatro para San José. Y piense en los caminos que el otro medio millón nos hubiera dado.” González explicó al Putnam que un coche no podía avanzar más de una docena de millas desde el Teatro Nacional en dirección a los alrededores de la ciudad por la falta de buenos caminos. A pesar de las críticas, en lo que todos coincidieron fue que el lujo y la arquitectura interior y exterior del Teatro Nacional, lo situaban entre los mejores de la América Latina y era digno de cualquier ciudad en Europa (el mayor halago que podían hacer los extranjeros a las élites). Aunque el Teatro abría sus puertas cuando llegaba alguna compañía extranjera, también fue utilizado para los eventos sociales de la burguesía, como los bailes a los cuales se refirió la inglesa Lilian Elwyn Elliott en 1925: “El baile anual que ofrece el Presidente es la función social por excelencia en San José, donde las verdaderas hermosas josefinas (mujeres de la élite de San José) hacen su entré e en sociedad.”
En orden de importancia mencionaron el Asilo Chapuí

(en la Calle a la Sabana), que más parecía a la residencia de un multimillonario rodeada de fuentes y jardines en las afueras de la ciudad, que a un hospital. Equipado con todas las facilidades modernas, al asilo los viajeros iban en “visita guiada”, conducidos por las personalidades médicas del hospital que se enorgullecían de mostrar los últimos avances en materia de salud, higiene e infraestructura moderna que se financiaba con la Lotería Nacional. La australiana Winifred James que estuvo en San José en 1912 quedó tan gratamente sorprendida del asilo que manifestó: “Si yo estuviera loca, escogiera estar loca en San José, ya que jamás he visto o escuchado o incluso soñado con un Asilo para dementes como el que hay ahí.”
Y Frank Carpenter rememoró de manera jocosa la anécdota que un compatriota suyo le contó acerca del asilo: “fácilmente comprendo porque los costarricenses necesitan un asilo para dementes. Será para internar a los hombres que convencieron al pueblo de construir el teatro.” Por supuesto, que estas no fueron más que fachadas “guiadas y jocosas” que no patentizaron las duras realidades cotidianas que vivían las y los internos del asilo. Los comentarios sobre el teatro y el asilo así como otros edificios modelo en San José, también revelan el fuerte prejuicio del extranjero occidental que por un lado criticaba la uniformidad de la ciudad como una prueba del atraso en la ciudad, y por otro, cuando conocían algunos nuevos edificios públicos que sí reunían esos requisitos modernos y eran “prototipos de la modernidad arquitectónica y de la higiene”, se mofaban como una pequeña capital podía pretender tal aspiración que no iba acorde con sus posibilidades económicas, ni con su escasa población y posición periférica.
En la década de 1900 según los viajeros, además del Teatro y el Asilo, los edificios más representativos en la ciudad fueron el Palacio de Gobierno, la Catedral y el Palacio Episcopal, el Museo Nacional, el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas, el Edificio Metálico, el Colegio Seminario, la Penitenciaría, el Hospital San Juan de Dios, el Banco de Costa Rica, el Matadero Municipal, entre otros. A medida que se construyeron nuevos edificios cobraron también relevancia como la Biblioteca Nacional o el Edificio de Correos. El Museo Nacional, no por su edificio, sino por sus ricas colecciones de arqueología y de la flora y fauna del país fueron altamente valorados por su la diversidad y el tamaño de las colecciones. Elliott señalaba que la excepción en Centroamérica era Costa Rica que tenía en un museo los tesoros artísticos, históricos y etnográficos del país, contrario a Guatemala o México cuyas grandes ciudades mayas o aztecas en el exterior no necesitaban de museos. A pesar de ello, Elliott resaltó que: “en cuanto a la habilidad y precisión en trabajos en piedra y a la perfección del arte cerámico, Costa Rica no tiene comparación. Iré más largo y afirmo que hay ciertos ejemplos de cerámica al sur de Costa Rica, del tipo Chiriquí, que son los especímenes de cerámica más finos producidos sin el uso de la rueda, que el mundo haya visto.”
Es evidente, que la diferencia, al menos de la fachada de la ciudad, con respecto al siglo anterior fue una mayor complejidad en el espacio urbano. La capital, sede de la “nación”, con nueva infraestructura, servicios públicos y arquitectura, que además de convertirse en símbolos arquitectónicos y puntos de referencia en la ciudad fueron también la expresión material del proyecto liberal que incluyó diversos ámbitos como la educación y la salud, entre otros.
En el siglo XIX, resaltaban sobre la cuadrícula de adobe y teja las torres de la Catedral y el Palacio Nacional en el corazón originario de la ciudad colonial. La polvorienta Plaza Central, rectora del espacio público en la mayor parte del siglo XIX y sede del activo intercambio comercial del Valle Central reflejado en el mercado de los sábados, definía la jerarquía urbana y social.
Pero en el siglo XX, aunque la ciudad de un piso de adobes y tejas perduraba en la impronta urbana, San José a vista de pájaro, aparece ahora más extendida, con un espacio urbano más especializado, comunicada por un tranvía eléctrico y el ferrocarril. Una ciudad, con nuevos espacios públicos, parques arborizados y enzacatados, con nueva infraestructura y nuevas reglas sociales para su uso, en cuyos jardines se instalaron los nuevos monumentos de campañas y héroes nacionales, pilar ideológico del proyecto liberal y de la creación de un nuevo espacio cívico en la ciudad. Las entradas a San José, fueron desde finales del siglo XIX dos paseos arborizados que conectaban a la ciudad con los suburbios. Y las élites se segregaban en barrios exclusivos, al mismo tiempo, comenzaban a consolidarse al sur y noroeste de la ciudad los primeros barrios populares (aunque los viajeros escasamente lo señalaron).
Referencias:
- Quesada Avendaño, Florencia. Modernización entre Cafetales.